Alberto Laya: el editor de Deportes

Roberto Parrottino
13 min readApr 28, 2022

Alberto Laya salía a las tres de la mañana de la vieja redacción de La Nación de Bouchard y Tucumán. Bajaba del sexto piso después de cenar en el restaurante con los colegas, y cuando pasaba por el busto de Bartolomé Mitre de la puerta se sacaba el sombrero y lo saludaba.

-Buenas noches, doctor.

Sólo apagaba la luz de la habitación de su departamento de Marcelo T. de Alvear y Pellegrini si había leído todo el diario, que se imprimía en el subsuelo del edificio. A veces amanecía. Se le hacían las seis, las siete; y al día siguiente igual: llegaba a las cuatro de la tarde, tomaba café, fumaba en pipa, agregaba una birome Parker de un color que le faltaba a su colección, daba vueltas y charlaba de la vida, se sentaba en el escritorio, en una punta de Deportes, y corregía algún que otro texto que le acercaban periodistas de otras secciones.

Todo antes del cierre de las páginas. Ahí, en el frenesí, mangueaba un cigarrillo si es que tenía la caja vacía de Marlboro o Camel. Antes disfrutaba: tocaba el silbato para zanjar discusiones o para rajarse con los compañeros a comer una picada a La Pipeta, encestaba papeles en un aro, abollaba notas en hojas pautadas y las tiraba al tacho de la basura, movía los peones en una partida de ajedrez y hasta jugaba al fútbol adentro de la redacción. “¿Cómo anda, Don Alberto?”, le preguntaban. “No me lo explico”, respondía.

El 21 de julio de 1934, a los 17, Laya entró a La Nación como corrector gracias a Ángel Bohigas, el tío materno que alcanzó a ser subdirector del diario. Hijo de Gerardo Laya y Pilar Bohigas, egresado del Colegio Bernardino Rivadavia, aprendió el oficio de periodista, según sus palabras, en las “tertulias noctámbulas”. Jugaba rugby, básquet, pelota y tenis de mesa en el Hindú Club de la calle Pedro Echagüe. A los tres años, pasó a Deportes, entonces denominada Sports. Fue redactor, segundo en la jefatura, jefe de la sección y prosecretario de Redacción. El 31 de diciembre de 1982 se jubiló aunque no dejó de ir y publicó hasta su muerte, todos los jueves, la columna El Mirador Deportivo, que firmaba con el seudónimo de Olímpico en homenaje a Pierre de Fredy, barón de Coubertin, el fundador del olimpismo moderno.

Admirado por Dante Panzeri, miembro del Tribunal de Honor del Círculo de Periodistas Deportivos, Laya trabajó, en pasos fugaces, en la agencia Associated Press, las revistas Primera Plana y Panorama y Editorial Atlántida -y no siempre escribió sobre deportes-, y hasta incursionó en la televisión con un programa de los Juegos Olímpicos de Roma en 1960 por Canal 13. Ganó el premio Mundial 1978 al mejor trabajo periodístico relacionado al campeonato de fútbol organizado en la Argentina y el Konex de Platino como periodista deportivo en 1987. Murió el 20 de junio de 1996. Así comenzó el cable de Télam que lo despidió: “Si alguien pretendiese hacer un resumen de lo que debe ser un periodista, debería limitarse a transcribir paso por paso la vida de Alberto Laya, fallecido hoy a los 81 años: un visionario de esta profesión, un talentoso de esos que la vida entrega con muy poca generosidad, con cuentagotas”. Hoy es recordado, sobre todo, como un maestro de periodistas. Como un formador que no se proponía serlo.

Juan Zuanich y Carlos Losauro, sus pupilos, ambos fallecidos, teclearon la necrológica de Laya en Olé y La Nación, respectivamente. “La imagen que nos queda del Perro Laya -apuntó Zuanich- es la de ese tipo al que un día un entrevistado de turno le dejó 300 dólares en un sobre en su escritorio de periodista y al rato recibió un llamado de Laya diciéndole: ‘Señor, se olvidó un sobre’”. Losauro cerró de esta manera la necro: “Se trataba del mismo personaje para quien la hora de comer era tan sagrada como la ética profesional o la palabra empeñada, como bien lo saben muchos de sus discípulos que supo formar. ‘¿Discípulos, alumnos? M’hijo, no lo repita en voz alta porque no me favorece’. Estamos seguros: lo habría reiterado con su cascada voz de fumador empedernido”.

“Le dicen maestro porque siempre de los muertos hablamos mejor”, chicanea el periodista Carlos Ferraro, amigo de Laya, a quien conoció en La Nación en 1980, y explica: “En verdad quizás en el concepto general fue un maestro porque hizo todo. Fue un gran notero, opinaba bárbaro, respetaba el idioma, era irónico, duro con la crítica, el lenguaje claro, no tranzaba y no era rebuscado. Hay algunos que utilizan palabras difíciles o agarran del diccionario palabras que no se usan. Era llano, concreto, conciso, cáustico, preciso y perfeccionista con las palabras comunes. No chabacano, pero con palabras sencillas te explicaba. Porque siempre decía que Doña Rosa lo tenía que entender. Cuando veía en el título ‘lleno total’, decía: ‘M’hijo, si es lleno no es total’. Se volvía loco. Su frase final, ya cuando era jefe, era: ‘El periodismo ha muerto. Acrílico rojo para el periodismo’”.

Claudio Cerviño, actual editor del suplemento La Nación Deportiva, ingresó al diario en 1982, el año en el que Laya se jubiló. Recuerda: “Alberto se enfermaba si veía errores de ortografía. En una sobremesa de esas largas, dijo que un periodista con errores de ortografía es como un cirujano con mal pulso: no podría operar porque se la pasaría matando pacientes”. Cerviño, como muchos otros, era lector de El Mirador Deportivo antes de que lo conociera en persona. “Causaba admiración la forma de escribir que tenía. Hay que ir al archivo y buscar las notas para entender. Tenía un estilo muy particular, irónico, muy bien escrito, con giros idiomáticos. Era un placer. Lo otro es su carácter de docente, su trato paternal. Te explicaba por qué te cambiaba las cosas en los textos. Si te tenía que decir ‘m’hijo, esto es un desastre’, te lo decía, hacía un bollo con la nota y la tiraba. Te aconsejaba: ‘Esto es lo que vos escribiste. Esto es lo que yo te corregí. Miralo mañana cómo sale publicado y cotejalo para ver dónde estaban los errores’. No era un ogro. Al contrario. Uno se sentía contenido, cuidado, y sentía que aprendía, porque por ahí te clavaba términos que no habías visto nunca y, a su vez, si vos usábamos términos raros, te decía: ‘No está para juguetear con el diccionario. Escriba más lineal, que la gente lo entienda, y cuando alcance un grado de confianza y de vocabulario que le permita desarrollar una idea de esta manera como lo está pretendiendo hacer ahora, lo hace, pero no es el momento’. Claro, te daba una explicación así y te quedabas con la boca abierta”.

El periodista Alfredo Bernardi, quien eligió investigar sobre Laya y armar un perfil mientras cursaba Historia en la Universidad Católica Argentina, se acuerda el día y el lugar en el que lo conoció: 27 de agosto de 1989, redacción de La Nación, y dice.

-Me encontré con el tipo que venía leyendo todos los jueves. Con el tipo que me deslumbraba. Con un tipo que al principio era serio y hosco pero que en la primera comida que tuve con él lo único que hacía era, además de amar la profesión, enseñar. Era la oportunidad de aprender periodismo, y no hemos aprendido nada… Laya te daba la posibilidad de aprender todo lo que uno quería aprender en la escuela de periodismo con simpleza y sabiduría. Era muy irónico. Por ejemplo, saltaba uno y decía: “Jefe, tengo una idea”. Y Laya, de movida, le contestaba: “Qué sola debe estar”. Él decía: “No diga corriente porque lo único corriente es el vientre, no diga tocante porque lo único tocante son las pelotas y no diga entrante porque lo único entrante es la poronga”. El tipo te enseñaba así. Te daba vuelta. Después decía: “¿Quién escribió la palabra evento? Creo que evento no existe, m’hijo. Fíjese en el diccionario”. Vos ibas al diccionario y un evento era un acontecimiento inesperado. Corregía con el diccionario al lado. Te lo hacía comprar. Te decía que sepas de la etimología de las palabras. Era un purista del idioma.

Ezequiel Fernández Moores, columnista de La Nación, nombró a Laya como referente en el 100x100 a periodistas deportivos que realizó El Gráfico en 2003, al igual que Losauro, Ferraro y Fernando Niembro. Fernández Moores lo conoció cuando comenzó a escribir el libro Díganme Ringo (1992), una biografía de Oscar Bonavena. “Me dije que era la mejor excusa para verlo -cuenta-. Y me recibió sacando una nota de su cajón. ‘¿Cómo no voy a saber quién es usted? Mire, a cada joven que entra en Deportes primero le digo que tiene que leer esto’, me dijo, y era una vieja nota que escribí en Página/12 de cuando el Círculo de Periodistas Deportivos amagaba darle el Olimpia de Oro a Daniel Scioli. Casi me muero de la emoción. Luego fue generosísimo en recuerdos y anécdotas y en el ascensor preguntaba a la gente a qué piso iba y cuando se abría la puerta decía cual ascensorista: ‘Primer piso, masajes. Segundo piso, sauna’. A mí me impactó que sus textos tenían belleza. Cada párrafo era una elaboración bella. Y había historia”.

En 2007, la Academia Nacional de Periodismo publicó El Mirador de Olímpico, una recopilación de las columnas que publicó desde mayo de 1966 a junio de 1996. Aquí se puede leer y bajar. Laya llamaba a cada artículo semanal “la masturbación”. “El deporte -pensaba- debe ser una diversión, un entretenimiento, un medio para superarse físicamente, adquirir ciertas destrezas, aliviar tensiones, hacer amigos”. Leía a Charles Dickens, León Tolstói y Fiódor Dostoyevski. Era un hincha de River que relataba con detalles la final de la Copa Libertadores de 1966 ante Peñarol, cuando nació el mote de “gallinas”. Un periodista que no grababa las entrevistas: tomaba apuntes con un lápiz. Que renegaba cuando Claudio Escribano, el subdirector de La Nación, le traía un acomodado para que lo probara en Deportes, o que respondía “que se joda” cuando le decían que tal persona quería ser periodista. Que pedía, de entrada, jamón crudo y queso fontina, y luego carne y vino. Que introducía en las columnas a Pedro Astuto, un personaje que representaba el sentido común, las preguntas de Perogrullo, la voz de la calle. Que fustigaba contra el boxeo pero que, al mismo, tiempo, se escapaba al Luna Park a ver las veladas y era amigo de Bonavena. “Como mucha gente -dice Cerviño-, Laya censuraba el boxeo porque decía que no era deporte pero era el primero que estaba viendo el sábado a la noche las peleas. Me acuerdo que dedicó una columna a los hermanos Lagos. Eran seis. Cinco boxeadores. Escribió una columna haciendo pelota al boxeo y la remataba con que había un sexto hermano que había sido el más afortunado de todos: ‘No boxeaba’. Era su forma de pegarle la última pincelada a la contradicción”.

“¡Vamos Argentina todavía!”, la columna del Mundial 78, puede leerse como un canto a favor de la dictadura. “Me lo imagino muy La Nación -marca Fernández Moores-, pero bien jodón también. Hay que recordar que junio del 78 era junio del 78, no hoy; y el contexto era bien otro. Si no tenías familia o militancia complicada, no te enterabas. Y me imagino que en buena parte de la redacción de La Nación, el sector gorila, los milicos eran una santidad, y aquello de los golpes era moneda corriente”. Laya era un periodista que no hablaba como escribía. Que si bien los colegas recuerdan sus reportajes, era un bicho de redacción. Un bon vivant, un puntilloso que reivindicaba a los sportsman como Vito Dumas, el navegante solitario, y al golfista Roberto De Vicenzo; y que aborrecía a Diego Maradona por la cantinela de que “una cosa es el deportista y otra la persona”. Sin embargo, sobre el segundo gol de Maradona a Inglaterra en el Mundial de México 1986, escribió esto: “Fue un trazo vigoroso y sutil. Y sobre el césped quedó grabada esa maniobra de un ídolo de oscuro pelo largo, retacón, inquietante, un productor, al fin, de imprevistos, ese arte supremo del fútbol. No se supo qué pensaba en esos momentos. O, tal vez, sí. Diego Armando Maradona desplegó su talento, su fuerza, su astucia. Y maquinó una perfecta obra de arte. El fútbol, con sus infinitas sorpresas, era él, sólo él”.

Bernardi sintetiza: “Era un observador grosero. El Mirador era una carilla; 30, 40 líneas, pero te perforaba. Escribía en Deportes, pero podría haber escrito editoriales”.

Ferraro, presidente del Círculo de Periodistas Deportivos desde 1997 a 2007, describe el método con el que se pagaban las cenas en el restaurante de La Nación.

-Siempre terminábamos a las tres, cuatro de la mañana. Y una vez vino uno que no sé quién lo trajo, que era bruto para escribir, un muerto de hambre, y le dijo: “No, pibe, vos no vas a escribir. Pero no vas a tener hambre”. Y le pasaba los vales de comida del restaurante. Los vales eran por el menú del día, pero en las comidas también se tomaba alcohol. Vos te pasabas y tenías que pagar la diferencia. ¿Entonces sabés qué hacía? Siempre se quedaba último, preguntaba qué se debía y hacía la cuenta. Habían comido 15, pero por el valor no alcanzaba. “Son como 30”, decía. ¡Fabricaba vales de cualquiera! Había un tipo, Atilio Bosia, un viejo que iba a la AFA y venía, que hacía las estadísticas y se iba temprano. No comió nunca. ¡Y el tipo tenía 355 vales! Y una vez Laya dijo: “Ya no tengo a nadie que poner. Ya puse a todos los colaboradores”. ¿Sabés qué puso? ¡Bartolomé Mitre! ¿Vos te crees que lo llamaron? Pasó.

Cerviño puntualiza que lo conoció antes de entrar al diario, cuando era alumno de la escuela del Círculo y Laya se presentó a dar una charla en el aula.

-En vez de contar cómo era el periodismo en general y cómo era trabajar, escribió en las viejas hojas, las cuartillas, como 20 hojas. Nos contó que las había preparado la noche anterior, y las leyó. Las leyó como si fuera un cuento. Fue la clase más linda de los tres años de estudio. Un relato maravilloso. Como si hubiese escrito una columna más en la que nos contaba los vericuetos del periodismo, pros y contras. Era una obra de teatro.

Bernardi, quien dice que Zuanich, Marcelo Franco y Mariano Wullich fueron las debilidades de Laya, enfatiza sobre cómo manejaba la ironía.

-Con Bonavena tuvo una relación de amor y odio. Bonavena lo invitó a su casamiento, porque Laya iba a comer ravioles a lo de Doña Dominga. Bonavena le decía: “Viejo hijo de puta: cuando vos estés mirando los rabanitos yo voy a ser campeón mundial y voy a manejar mi Mercedes Benz”. Y el viejo, muchos años después de la muerte de Ringo, te contaba eso. “Viooo, Bonavena me decía eso. Yo estoy vivo todavía”. Tenía una sintonía fina para la ironía. Era una eminencia de universidad. Un fuera de serie. Vos le decías maestro y él te decía: “¿Qué vio? ¿Mi recibido de suelo?”. Tenía un estilo raro para estos tiempos. No vas a encontrar a ninguno con su categoría. Tipo que lo tocó Laya, no te lo niega. Layita fue uno de los genios del periodismo argentino. Cambió la historia.

Ferraro cierra con una anécdota: Mitre, Mirtha Legrand y Raúl Alfonsín.

-Cuando murió uno de los Bartolomé Mitre, uno de los bisnietos, que era el director y que Laya lo quería mucho humanamente, se lo veló ahí en el diario y hubo tres millones de coronas. Me acuerdo que vino hasta Alfonsín, antes de que sea presidente, y como yo era militante radical, se lo presenté a Laya. Estábamos en dictadura. Ni se sabía que iba a haber elecciones. “Acá está el próximo presidente argentino”, le dije, y años después se los contaba a todos. “Este me lo dijo hace años”. Era 1982. Todavía no había venido la Guerra de Malvinas, que precipitó la caída de la dictadura. Había coronas en la calle. Entonces me dice: “Vamos a ver quién lo admiraba a este”. Había de empresarios, militares, políticos. Y por ahí ve una: “Mirtha Legrand”. “¡Mirá esta vieja hija de puta! ¡Figurona!”. Y el viejo sacó la poronga y orinó la corona. ¡Le meó la corona! Espectacular.

Don Alberto, el Viejo Perro, el Perro o Don Berto nació el 28 de octubre de 1914. Tuvo tres hijos -Daniel y Graciela con Nelly Franco, y Fabián con Martha Grau, la segunda mujer- y seis nietos: María Eugenia, María Victoria y Daniel, hijos de Daniel, y Máximo, Julián y Delfina, hijos de Fabián, el hijo más chico, su nene, el mimado.

María Eugenia engordó la carpeta con los recortes de las notas de su abuelo que empezó su madre y prosiguió su hermano. “Cuando falleció yo tenía 24 años -dice-. Y nunca tomé dimensión del periodista que era. Por eso me llama la atención cómo lo recuerdan, y me llena de orgullo. Para mí era mi abuelo, no el periodista. Muchos lo recuerdan como el maestro, el que les enseñó muchas cosas de la vida”. Evoca los chistes que le hacían en las vacaciones en Brasil, las comidas del domingo al mediodía en restaurantes y los días de campo en Casbas, partido de Guaminí, provincia de Buenos Aires. “¡Iba en mocasines y short! Era un personaje, súper divertido, un tipo de mente abierta. Se ponía un gorrito tipo piluso. Ahora que uno es más grande lo registra. ¡Qué patada en el estómago!”. María Eugenia, a través de las redes sociales, reivindica el legado de su abuelo. “El tema familiar fue un despelote. La segunda mujer de él, la mamá de Fabián, en un momento se fue a Paris y se casó con otra persona. Ella venía con el marido, y estamos hablando del 85, con el hijo del marido y con su nuevo hijo chiquito y estábamos todos juntos. Acá el divorcio era algo nuevo. Cuando uno se separaba era una guerra total. Pero siempre fuimos una familia atípica. Nunca hubo un problema con las separaciones. Era todo una mezcolanza. En esa época no era normal juntarse con ex y actuales. Siempre nos miraban raro y él hacía la de él. No le importaba. Era un despelote pero nosotros estábamos acostumbrados. Era normal. ‘Uy, ¿por qué no viene fulanito, el ex de tal?’”.

La nieta dice ahora que los primeros días de 1983, cuando ya se había jubilado obligatoriamente por la edad y había dejado de ir al diario, Laya cayó en depresión. “Pero después -continúa María Eugenia- siguió escribiendo. ‘Soy un jubilado’, decía y se ponía mal. Me acuerdo que mi viejo le dijo: ‘Terminala, viejo, que vas a seguir escribiendo, no rompas más’. Se le pasó al toque porque siguió escribiendo”. Ferraro asiente: “Es que le gustaba vivir en el diario porque era un enamorado del periodismo”. María Eugenia finaliza: “En ironía no le ganó nadie. Yo hice un trabajo práctico para el colegio y llevé una nota de él. Fue mortal. Todos riéndose pero no de quién la había escrito, sino de cómo la había escrito. Le gustaba estar en familia pero el único amor de su vida fue el diario. Vivió para el diario. Y a su manera vivió feliz, porque fue lo único que le importó”.

# Nota publicada en Diario sobre Diarios en junio de 2014

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