El jugador que besa a la pelota

Roberto Parrottino
9 min readJun 24, 2022

En la cocina de la casa de Don Torcuato, Diego toma mate con Ana María. Desde allí, el hermano y la madre ven sentado en el sillón a Juan Román Riquelme. En la televisión está por empezar el partido de Boca. Cuando terminó la final de la Copa Libertadores, Román dijo que se quedó vacío: que no tenía más nada que entregarle al club del que es hincha.

Duda: no sabe si seguir en el fútbol profesional.

–Está raro, ma –dice Diego, mientras se instala la melancolía del domingo a la noche en el invierno de 2012.

–No habla, no comenta los partidos, y eso es raro. Me dijo que no sabe si va a seguir jugando.

Volvió en dos oportunidades a Boca, pero no sabe si habrá una tercera.

Pasa el tiempo, y Román acepta el desafío de Cristian, otro de sus hermanos: jugar hasta los 40 años. Al menos así lo cuentan él y su familia. Es hora, entonces, de regresar al patio de su casa. Se resuelve en una mañana de diciembre, con unos amargos de por medio entre Carlos Bianchi, el entrenador con el que ganó todo en su primera etapa, su segundo padre, y Daniel Angelici, el presidente de Boca.

Un año y medio más tarde, el 11 de mayo de 2014, Riquelme juega el último partido en La Bombonera. Ante Lanús, mete un caño sin tocar la pelota, pegándole al aire y dejándola pasar entre las piernas de Carlos Izquierdoz. Llueve. Camina hacia el túnel revoleando la camiseta. Tardan en ofrecerle la renovación del contrato. Ponen en duda la continuidad del ídolo más grande de la historia bostera. Dirá, después, que le faltaron el respeto.

Ahora está en Argentinos. De tanto en tanto, entrena con Sebastián, otro de sus hermanos, que juega en la Quinta del Bicho. Diego también jugó en la Reserva de Argentinos pero debutó en Primera en Almirante Brown antes de abandonar el fútbol. Cristian estuvo en Platense y Argentino de Merlo. Hoy regentea La Noche Disco, un boliche de Don Torcuato.

A los 36, Juan Román Riquelme ya es una leyenda del fútbol, y todavía le restan cuatro años para cumplir el desafío.

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Román tiene once hermanos. Es el hijo mayor de la familia Riquelme. Ernesto –Cacho, o Piturro para los íntimos, por aquel personaje pícaro de la historieta cordobesa de Julio Olivera– es el padre exigente.

“Román no era de hablar mucho. Era como ahora: cuando no le gusta algo sí que habla y después no. Hoy habla un poco más porque tiene que hablar un poquito más, pero siempre fue así”, cuenta Cacho, y revela características que su primogénito aplica no sólo al momento de hablar, sino al moverse en la vida. “Las cosas que sentía que estaban mal las decía. Y Boca es Boca. Ahí es distinto a todo. Después fue a Europa y ahí tuvo que hablar por contrato. Cuando vos decís las cosas que pensás, esté mal o esté bien, y sea contrario a la gente poderosa, no les gusta. Pasa en todo ámbito. A veces no podés hablar porque si no te meten un voleo en el orto. A veces uno tiene que callarse. Pero él nunca se calló lo que piensa”.

El poder de la villa es el “Topo Gigio” que le hizo en 2001 a Mauricio Macri, entonces el presidente de Boca, hoy el alcalde de Buenos Aires, en una Bombonera ardiente: las manos detrás de las orejas para que el niño rico escuche desde el palco vidriado. El poder del crack es asistir a Martín Palermo para el gol récord, el 219, el que lo convirtió en el goleador histórico del club, y eludir el abrazo del festejo para marcar que él no pacta con La Doce, la barra brava. El poder del ídolo es inclinar La Bombonera a su favor y en contra de Diego Maradona. El poder de su juego es apuntarle a Héctor “Bambino” Veira que no jugaría de “carrilero”. El poder de su figura es que la presidenta Cristina Fernández diga, minutos después de ser reelegida en 2011, que estaba feliz como Riquelme.

El poder también fueron las decisiones del corazón: en 1996, después de un par de pruebas truncas, le dijo a Marcos Franchi, su representante, que a pesar de que River le ofrecía más del doble de dinero que Boca, él no podía aceptarlo porque no entraba a la casa. Dijo lo que pensaba y, al final, el 10 de noviembre de aquel año debutó con la camiseta azul y amarilla ante Unión de Santa Fe con la ocho en la espalda. Fue 2–0, y el segundo lo metió el Negro Fernando Cáceres después de un pase-gol de Riquelme. Ese día La Bombonera coreó su apellido dos veces durante el partido. Fernando Pacini, el periodista del campo de juego, lo entrevistó.

–Riquelme, ¿qué se siente? La primera vez que jugás en esta cancha, ovacionado…

–No, no es la primera. Jugué en Reserva. Pero esto es impresionante, no se puede creer… La verdad que es un sueño.

–No lo podés creer, ¿no?

–No, no, es algo impresionante.

–Jugaste un partido bárbaro.

–Ah, pregúntenle eso al técnico.

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Completó la escuela primaria y decidió dedicarse al fútbol. Viajes de dos horas hasta el predio de Argentinos en el Bajo Flores. Muchas veces la combinación tren y colectivo. Era el niño que huía de las clases de catecismo a las que lo mandaba la madre para irse a jugar porque sabía que lo apañaba el padre. Román apenas caminaba y Cacho lo llevaba a los torneos relámpagos del barrio San Jorge de Don Torcuato. Campeonatos que, a menudo, no terminaban con definición por penales: acababan a las piñas.

Cacho dice que él jugaba más como Sebastián que como Román. Es decir, como un atacante técnico y rápido que se tiraba atrás para armar jugadas y colar pases, no como un enganche clásico. Llegó a jugar a cambio de achuras y dejó las juveniles de Tigre porque ahí le exigían que corriera, que se entrenara, y a él le alcanzaba con jugar al fútbol por guita o para divertirse con los pibes.

Aún hoy va a ver a sus hijos futbolistas a la cancha. Cuando estaba en la Novena de Argentinos, Román se bajoneó y le dijo que no quería ir más. El hombre que mide ahora 183 centímetros era entonces petiso y suplente. Cacho casi lo saca y se lo lleva a jugar a su equipo de San Jorge.

“Te cuento: en ese momento estaba Pepe Morales de técnico, y dijeron que iban a respetar a los chicos que venían de titulares si se enfermaban, para que no perdieran el puesto. Entonces, Román venía jugando varios partidos de titular. Y se enferma de gripe. Entrenaban de lunes a jueves en ese tiempo, y el jueves se recupera y quería ir. Entonces le digo: ‘No, no vayas. Queda mal. Vos no fuiste en toda la semana. Por ahí vas y te citan y un pibe que fue toda la semana se queda afuera. Mejor andá la otra semana’. El lunes fue, y fue todo bien, y al fin de la semana lo citan pero de 17, como por las dudas, por si se caía uno del banco. Vino enojado. Te lo juro: cuando empezó a practicar fue seis meses sin estar fichado y todo bien, todos los días, de lunes a jueves: seis meses completos hasta que lo ficharon. Y fue de suplente, de titular, a la loma del orto, pero nunca me dijo nada. Se la aguantó. Pero ese día para él fue una falta de respeto porque habían dicho que le respetaban la titularidad. Y no quería jugar más. Ni quería ir más. Yo voy a Estudiantes de Caseros, que jugaban ahí. Y ahí fui a hablar con Ramón Maddoni, que manejaba las inferiores de Argentinos. ‘No, Cacho, no. Es Pepe’. Viene Pepe y nos ponemos a hablar. Pepe lo palmeaba en la espalda y le decía que era un maestro. Lo falseaba mucho al pibe. Y le dije: ‘Al chico mío cuando venga, le da la mano y le dice ‘buen día’, y después ‘chau, hasta mañana’. No me lo abrace más, no me lo falsee más. Porque el pibe se da cuenta. Ya es grande’”.

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Cuando Román volvió al vestuario de Argentinos ya como Riquelme, les pasó el número de celular a cada uno de los compañeros: “Estoy para lo que necesiten”.

Suele rodearse de un grupo de amigos y al resto los respeta más allá de las diferencias: cree que no se puede ser compinche de todos. No lo era de Palermo ni de Guillermo Barros Schelotto, los otros ídolos contemporáneos de Boca. Pero adentro de la cancha, dijo una vez, “eran mis hermanos”. Quienes lo conocen de chico dicen que utiliza la siguiente estrategia: nunca hablar mal de alguien, sino alabar al otro. “Si él quiere decir que tiene una diferencia con Palermo, dice que (Lucas) Viatri es un monstruo”, ejemplifica Martín Tradito, compañero en las inferiores de Argentinos. “De chiquito era igual: capaz que jugábamos en la misma posición y, en lugar de decirme algo, se abrazaba con otro que no era competencia para él. Es una personalidad compleja. No es malo, porque si te ama, te da todo”.

La revista Un Caño de marzo de 2010 lo dibujó en la tapa como un niño en la habitación que jugaba con los muñequitos de Palermo, Bianchi, Macri y Maradona. Tenía además un alfiler en la mano. “El imperio Román” era el título. “Para Juan Román Riquelme –se presentaba el artículo del periodista Alejandro Caravario– el verdadero erotismo de su profesión reside en el poder. Con mentalidad de estratega y vocación autocrática, el diez de Boca es un caudillo ambiguo que aglutina aliados incondicionales y enemigos, sin medias tintas. Y pretende tener voz, voto y veto en cada decisión del club que afecte al fútbol”.

Esa cualidad partió aguas también en el periodismo. En marzo de 2010 también nació El último Diez bajo la plataforma de un blog. Hoy el espacio que se creó como un homenaje a Román es un programa de una hora que va todos los lunes a las 17 por RBD Radio. Lo de Olé con Riquelme, en cambio, merece un párrafo aparte.

Olé quiere confundir a los hinchas”, dijo Román en marzo pasado sobre el único diario deportivo argentino, que había ventilado una discusión en el plantel. Antonio Serpa, el editor de Boca, escribió acerca de la presentación ante la prensa de Riquelme: “Extorsión. Explícita amenaza. Demagogia y populismo barato”. En un informe sobre Olé publicado en julio en Diario sobre Diarios, se lee: “En 2013, Serpa escribió el libro oficial de la historia de Boca. Dejó a Juan Román Riquelme afuera del equipo ideal de todos los tiempos. Fue contratado por el presidente del club, Daniel Angelici, enemistado con Riquelme”.

Ahora juega en el club de La Paternal, es cierto, pero cada vez que se topa con un micrófono, lo dice: él es bostero. Ser bostero no es ser xeneize, boquense, azul y oro. Bostero dice mucho más de qué es Boca y de dónde viene Riquelme: es la reivindicación del origen barrial. Lo repitió por enésima vez al finalizar su primer partido con Argentinos en alusión al presidente de Boca; porque, como su madre y su esposa, Angelici, de chico, era hincha y socio de Huracán.

El 2 de julio de 2011, el día que descubrieron su estatua en el museo de La Bombonera, Riquelme dijo con los ojos enrojecidos y llorosos ante los hinchas: “Estoy muy agradecido a mi papá que me hizo hincha de Boca. Estoy muy agradecido a mi viejo que me enseñó a jugar a la pelota. De chico soñaba con ponerme esta camiseta, entrar a este estadio y salir campeón. Jamás me imaginé que iba a vivir esto. Esta es la emoción más grande que he vivido como futbolista. Ustedes son los verdaderos hinchas de este club, y yo soy hincha como ustedes. Tengo la suerte de que ustedes me han tratado de una manera especial siempre… Esto es demasiado para mí y no lo voy a poder olvidar nunca. Mi familia tampoco. Vamos a estar eternamente agradecidos. He nacido bostero gracias a mi papá y me voy a morir bostero como todos ustedes”.

Riquelme, el futbolista que pinta los botines de negro.

Román, el jugador que besa a la pelota.

# Nota publicada en la revista Turba en diciembre de 2014

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