Reencuentros

Roberto Parrottino
5 min readMar 24, 2021

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Foto: Daniel Baca.

Cascos. Escudos. Rodilleras. Tobilleras. Detrás de la requisa, de apoyo, un grupo de efectivos con sus escopetas. El pabellón Nº 8 de la Unidad 23 de Florencia Varela abre su boca: es el que se traga a los presos recién ingresados. Allí son bienvenidos. Héctor Ricardo Sotelo está demacrado. Acaba de caer: lo detuvieron cuando conducía un camión robado. El cabo primero Jorge Daniel Guerrero, oculto bajo su uniforme, lo mira a los ojos. Sotelo no lo reconoce. Por un instante, a Guerrero se le hielan los huesos. Es, en definitiva, un reencuentro.

Sotelo y Guerrero se vieron por primera vez en la Federación Argentina de Box cuando se cerraba el siglo XX. Eran buenos conocidos, casi amigos. Como vivían cerca -el primero en Berazategui, el segundo en Varela- compartían los viajes en auto desde el sur bonaerense hasta Castro Barros 75, hasta el barrio de Almagro. En 2000, Sotelo se convirtió en campeón argentino medio pesado. Era pupilo de un maestro: Amílcar Brusa. Había integrado la selección argentina de boxeo, había competido en los Juegos Panamericanos de Mar del Plata 1995, había conocido a Roberto “Mano de Piedra” Durán y a Diego Maradona, había viajado por el mundo; el futuro estaba en sus manos. Guerrero, en cambio, fue amateur, luego hizo ocho peleas como profesional, le bajó los decibeles a la práctica y entró a trabajar como guardiacárcel a la Unidad 23. Vivían realidades dispares.

Hasta junio de 2004, cuando se descubrieron en aquel buzón de entrada.

“Fue muy triste el reencuentro -cuenta Sotelo, 38 años, rapado, barba mosca-. A veces dicen que las montañas se pierden y los hombres, no. Y es verdad, porque yo lo encontré en un lugar muy feo a él”. Guerrero, 35 años, morocho, macizo, recuerda: “Me sorprendí, realmente. Lo hacía peleando en el exterior, en los Estados Unidos, porque después no tuve más contacto”. Charlan ahora en un salón de la Unidad 54 de Florencio Varela mientras afuera diluvia. Hace un rato terminó un festival de boxeo carcelario. En libertad coinciden en estos momentos. Este deporte los enlaza.

Sotelo era arquero de fútbol hasta que a los 18 fue al gimnasio de la Sociedad de Fomento Gobernador Monteverde. Su padre, un boxeador aficionado, había muerto. Era una descarga y, a la vez, un homenaje. Había dejado la escuela para ayudarlo en la verdulería. Cuando ingresó al penal de máxima seguridad ocupaba el puesto 23 en el ranking de la Asociación Mundial en su categoría. El profesionalismo, sin embargo, lo había corroído. Cuando se coronó había recibido 1500 pesos limpios, y gracias a Brusa, que no le quiso cobrar su porcentaje. Eso, una depresión y un coqueteo con la cocaína lo hacían alejarse de los entrenamientos. “Pero todo tenía que ver con mi vida personal -aclara-. En ese tiempo no sabía qué hacer con mi vida. Bah, sí sabía: me quería suicidar”.

Guerrero, apenas se destildó, fue a hablar con Rodolfo Petroli, el director de la 23. Al tiempo, Sotelo bajó a un pabellón evangelista y después pasó a una celda en soledad. Era una oportunidad para aprovecharla y transformarse. En la puerta de su calabozo, el profesor de Educación Física de la unidad, Guillermo Pujol, le pegó un cartel: “En esta pieza reside un atleta. Para su mayor rendimiento no debe comer fritos, salsas, picantes ni golosinas. Necesita comer fideos, carnes, frutas, cereales y lácteos”. Sotelo colgó un banderín y una camiseta de Racing, una fotografía de Isabel, su mujer, y otra de su hijo Alfredito, que había nacido mientras estaba privado de su libertad. También una bolsa con yerba, a la que le pegaba. Jugaba al ajedrez, hacía flexiones de brazos y abdominales y, de pronto, se entrenaba de lunes a viernes: a la mañana corría, después iba a la secundaria del penal y trabajaba, y a la tarde saltaba la soga y boxeaba con un agente penitenciario: Guerrero era su sparring. Se había entusiasmado tanto que se propuso realizar una exhibición. Las autoridades se lo permitieron e invitó a Jorge “Locomotora” Castro, Raúl “Pepe” Balbi y Marcelo Domínguez, entre otras figuras. Antes de enfrentarlo, Castro le comentó: “Vos me vas a matar: sos el único que no fuma, no toma y no se va de joda”. Y hubo más: salió dos veces de la cárcel para pelear como profesional. Fue el primero en hacerlo en Argentina. En su rincón, el profe Pujol y el cabo Guerrero. Cristian y Fabián, compañeros de encierro, “hermanitos” del pabellón evangélico, le compusieron una canción: Peleándole a la vida musicalizaba la caminata del vestuario al cuadrilátero. Sotelo practicaba más que antes, mejoraba la técnica, era abanderado y con el dinero de las peleas ayudaba a su familia. En el segundo combate del otro lado de los muros estuvo a punto de noquear, pero no lo hizo porque quería disfrutar de los rounds y, por supuesto, de esa libertad.

En una visita, sin embargo, a Susana Benavídez casi se le cae la Tierra encima. Sotelo le dijo a su madre que sabía que iba a regresar a prisión. “¿Estás loco?”, le preguntó. “No. Voy a regresar y les voy a enseñar a boxear a mis amigos”. En julio de 2008, ya libre, volvió. Atrás habían quedado 28 meses tras las rejas. Hizo la primera pelea profesional en una cárcel argentina. “¡Dale, Sotelo, que se nos viene el engome!”, le gritaban los reclusos. Derribó a Adolfo “Tití” Ovando en el quinto asalto, pero se impuso por puntos. En la semana, además, les daba clases a los internos. Hoy lo ocupan esa tarea surgida de una promesa y su empleo de transportista, mientras sueña con hacer una, dos, tres peleas más y retirarse. “Más para sacarme el gusto. Me lo pide mucha gente”.

Sotelo dice que el boxeo lo sacó del fondo del mar y que su condición lo ayudó después de esa caída: “El boxeador es una persona que va al frente en la vida, ¿me entendés? Quiere llegar, tiene anhelos, tiene mucha fuerza. Un luchador de la vida. Y que va solo, porque vos podés tener diez atrás, uno que te masajea, otro que no sé, que te da vitaminas, pero te suben al ring y sos sólo ahí arriba”. Guerrero lo vuelve a mirar. Y refuerza la idea: “El boxeo te enseña a valorar la vida, a entender a otra persona. A él le creí de palabra”. Sotelo, esta vez, lo reconoce: “Ahora lo veo acá a este, re gordo. Lo quiero mucho”. Se ríen, se cargan. Su relación, al fin, está armada con estas piezas: los reencuentros.

Nota publicada en Tiempo Argentino en julio de 2012

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